Si el anterior post iba de cine, ahora le toca el turno al teatro. Y es que el sábado pasado fui a ver la obra "Maribel y la extraña familia", de Miguel Mihura, interpretada por el Grup Escènic Atenea bajo la dirección de José Ema. El escenario, el salón de actos del Instituto donde estudié hace... buf!! muchos años, lo dejaremos así.
La obra nos explica la "redención" de una prostituta que pasa a formar parte de una tradicional (aunque extraña) familia madrileña llegada del pueblo (en este caso, de uno de Cuenca) a mediados del siglo XX.
Es una historia atemporal, que trata de una manera cómica los prejuicios, la mezquindad que demostramos ante las personas. Esas primeras impresiones que tenemos y que hacen que prejuzguemos al prójimo de una manera ruin y miserable. Y es que cada vez más tendemos a no confiar en las personas. Aún menos, si estas personas nos demuestran candidez, inocencia, bondad... No puede ser tan bueno como parece, seguro que nos está engañando y esconde un oscuro pasado, lleno de maldades, vilezas, ...
Vaya, que hacía tiempo que no iba al teatro (algo que hago menos de lo que me apetecería) y esta ha sido una buena oportunidad para volver, y de pasar una tarde agradable y divertida, aunque hiciese algo de frío, eso sí. Por cierto, habría que ser más justo con una expresión artística tan poco valorada como el teatro. Con un escenario, un mínimo decorado, y un grupo de personas con ilusión, ganas de trabajo y, no nos olvidemos, un gran talento, se pueden conseguir resultados asombrosos. Y no es necesario gastarse cantidades ingentes de dinero en superproducciones cinematográficas llenas de efectos especiales.
Y ya para acabar, no quería olvidarme de algo que le pasó a alguien a quién quiero, un rato después de salir del teatro. Por suerte, aún no nos hemos convertido en máquinas, aún somos personas. Aunque cada vez nos parezcamos más al Mr Spock de Star Trek, aquel personaje que aplicaba la lógica a todos sus actos, pero que no tenía sentimientos. En ocasiones, aunque tenemos las ideas claras y nuestra cabeza nos ordena no hacer algo, lo acabamos haciendo. ¿Por qué? Porque nos lo dicta el corazón. Cuando tenemos ilusiones, esperanzas, aunque pensemos friamente que nos equivocamos, nuestro corazón nos obligará a intentar cumplir con esas ilusiones. Y eso, mientras no sobrepase ciertos límites, no es nada malo y, además, nos hace más personas. La vida, de vez en cuando, nos da reveses... El sufrimiento, aunque a nadie nos gusta sufrir, es un sentimiento más de la vida, que tenemos que sentir, y superar. Nosotros no somos culpables: el sentimiento de culpabilidad aquí no tiene ningún sentido, simplemente somos personas, no somos (y espero que nunca seamos) máquinas lógicas incapaces de actuar de corazón. Y todo esto lo escribo por ti, tú sabes quien eres. Ánimo. Un besazo, de corazón ;)
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